Florencia Zuñiga por Guillermo Miedan


Como en las leyendas precolombinas, hay un mundo inexistente que debe ser creado. Dios es mujer. Se llama Florencia y está creando seres que el ojo humano no ha visto jamás. Su propia arca de Noé está en desarrollo, igual que la forma en transito de las criaturas que ella moldea y que son algo diferente según el ángulo desde el cual se mire (no en vano su animal preferido es el tapir, hermano del rinoceronte, primo de los caballos, pero con algo de chancho y en camino de desaparecer).
El laboratorio donde todo esto ocurre podría ser el de un patólogo que, combinando los “itis”, “osis” y “omas” en todas las formas posibles, intentara reanimar los tejidos mutantes desechados por los dogmas hipocráticos.
El procedimiento es ensayo y error: un muñón, o la marca del corte limpio que deja un bisturí, servirán de guía al creador para no equivocarse dos veces.
En este proyecto de planeta total, de colores fríos y hospitalarios, nada está librado al azar. Las formas exteriores son tan importantes como las interiores: los órganos y las cavidades huecas son diseñados con el mismo cuidado que una cabeza que no es cabeza o una pierna que no es pierna.
No es necesario para esta fauna partir de un feto perfecto ni contar con una herencia genética ideal. Todo lo contrario: se trata de dejar que la imperfección y lo deforme sigan su curso y liberen su potencia hasta llegar a un tipo desconocido y menos vulnerable de perfección y de belleza. La imperfección en el origen es, de esta forma, la posibilidad de que algo nuevo, y diferente a todo, vea finalmente la luz.
Mientras este barro termina de engendrar el tapir perfecto, la belleza y la fuerza de estas formas radica en que no se han desplegado completamente y en que su potencia, por lo tanto, no se ha extinguido.