Juan Waimberg, por Soledad Lavagna ( 21/12/2011)
“Este es un gigantesco estado-fábrica,
una Ciudad del Futuro llena de extrapolados rascacielos de 1930 con fachadas
lisas o con balcones, según los casos, y delgadas cariátides de recortada
melenita. Toda clase de aeronaves de lujo van de un lado a otro por encima del
estruendo - aquí arriba silencio - de los abismos urbanos, mientras doradas
preciosidades toman el sol en las ajardinadas azoteas y se despiden agitando la
mano cuando pasas por encima de ellas. Es la Raketen-Stadt, la Ciudad del
Cohete.”
“El arco iris de la
gravedad” (Thomas Pynchon).
Juan dice
que está convencido. Que cada movimiento forma parte de su creencia. Sólo que
ello no siempre implica un ajustarse a la realidad, o un intentar mantener
cierta calma, sino más bien todo lo contrario: perder el método para la mesura
es la clave, la llave. Dicho así, habrá que deshacerse de los relojes y de cualquier
instrumento de medición que pueda ubicarlo en el mismo tiempo y espacio que el
resto de los mortales; es necesario volverse autómata sin sosiego.
Entonces,
mejor cerrar los ojos y oírlo hablar:
Juan, el
pintor
Juan
cuenta las veces que pudo volver “Sino, no habría cuento ni cuadro” –sonríe, y
continua siempre tratando de explicar por qué son las cosas, por qué las hace.
“Si tocás fondo, no te queda otra que ir para arriba” –dice. Juan no se guarda nada:
reflexiona sobre el campo artístico y sus aportes, habla de las operaciones
intelectuales, de la velocidad, los viajes, el vacío, y de cómo volverse perro
negro y estar frito con la misma sinceridad que cuenta lo que realmente vale, las cosas que lo conmueven.
Hace un
tiempo comenzó una nueva serie que aún no tiene título. Habla de un lugar
fusionado, compuesto por muchos otros lugares que se yuxtaponen. Se llama La Zona.
Allí pareciera
ser que nada pasa, porque casi siempre nada pasa. Pero hay algo viscoso que
está hecho de espanto ¿Está
oscuro ahí? ¿Hay oxígeno que respirar?
Dice que
la literatura es uno de sus referentes más fuertes a la hora de pintar. Ama las
palabras y las vuelve imagen insertándolas en el lienzo a sabiendas de que la
verdadera comunicación siempre es imprecisa, pero debemos hacer el intento para
que el otro pueda llegar a vislumbrar de qué hablamos.
Miro las
pinturas en su taller y pienso que el problema es el de los límites. Hay un
lugar en donde éstos pierden su hostilidad y se redefinen constantemente, y
esto también puede ser otra forma de rivalidad: el silencio evoca la muerte con
un último suspiro antes del ahogo; hay una inquietud constante y anunciadora de
algo que desconocemos, y de la cual ni siquiera acariciamos los bordes de
aquella idea. Un infinito agujero negro sin salida.
Sus
cuadros, entonces, como una permanencia atemporal, fingen ser segundos antes
del caos, pero luego se comprende que son el desconcierto mismo. Sólo que éste
va por dentro, y lo que vemos se asoma violeta oscuro: el caos aquí es el
orden, y no queda otra que volverse caótico también. Así, lo que creemos la
aparente pérdida de sentido, es el sentido real manifestado en una
superposición de leyes, todas ellas válidas a la vez.
En
nuestro intercambio de emails, le cuento que durante esos días pensé mucho en
aquél espacio temiblemente posible y en las noches sucesivas soñé,
en repetidas ocasiones, que iba a La Zona. Tenía
que estar preparada para ir a ése lugar. Entonces, le preguntaba a mi padre qué
debía llevar para sobrevivir (mi equipaje tenía que entrar en una pequeña
mochila) y él me contestaba desanimado: “–Lleves lo que lleves, todo dá
igual: nada tiene sentido, ya está todo perdido de antemano.”
Entonces
le pido a Juan que me hable de lo desesperado y menciona Wagner y La Cabalgata
de las valquirias, lo absurdo de la
guerra, el morirse del miedo ante la incertidumbre, el volverse loco del
miedo. También alude a Shenzhen,
una ciudad china cerca de Hong Kong y luego me
envía una fotografìa de Wanchai, uno
de los dieciocho distritos de la misma ciudad ubicada en la parte norte central
de esta isla. Es la imagen de una calle estrecha, colmada de autos y de
carteles que llegan a cruzar la acera. “Es terriblemente desesperante –dice–. Hong
kong es alienante, es la ciudad del insomnio, un gran aeropuerto”.
Luego,
también, quiero que me señale de qué color es el insomnio. “–El insomnio es blanco incandescente sobre negro –me
contesta–. Eso me pasa cuando cierro los ojos y no puedo dormir”. ¿Y lo desesperado? – vuelvo a
preguntarle–. “Lo desesperado no tiene un color.
Generalmente son colores como el naranja
y el violeta, eso que le dicen terciarios –me escribe desde su pc–. Siempre
pienso en ciudades como Buenos Aires, San Pablo, Hong Kong o Cantón. Lugares
con arquitecturas desesperadas, desordenadas y gente violenta y a su vez contenida
por distintos mecanismos”.
Después habla
del jetlag, ese desajuste temporal
que le producen los viajes extensos. Dice que es odioso, pero también intenso el placer que le produce leer a
las 3 de la mañana y que ya no le importe nada “Lo mismo que los viajes
de avión largos, pero largos de verdad –aclara– : tramos de trece o catorce
horas donde dormís ocho y después te quedan dos tramos de diez horas más.
Escalás ahí y no sabés qué hacer: tomás alcohol, comés, lees… es como irte a la luna”.
Y allí lo Imagino tomando el lienzo y comenzando
el fuera de tiempo a gran velocidad: pinta como dar vuelta una hoja, pinta sin dormir y sin comer.
Y también toca el cuadro, sí, siente la materia. Vive en la cima y salta:
éxtasis Juan, jetlag Juan, desborde Juan, vértigo Juan. Punzante Juan - porque
nos atraviesa y no nos deja en el mismo estado que antes-, pero nunca hiriente.
Así
trabaja y eso se ve en sus cuadros, una intensa obra de trazos viscerales.
Cuentan
que después del diluvio viene la calma, pero luego, nada la garantiza.
Juan
tiene un plan en esa forma de conmover,
aunque no sepa nunca qué puede suceder después. Sí, el mundo es de los
convencidos, de aquéllos que están despiertos, y a Juan, el pintor, el mundo lo
encuentra sin sueño.