Rabert Burtan Anatomía de la melancolía


por qué escribir, o por qué hacer lo que hago


Por
tanto, escribo y estoy ocupado en esta labor entretenida, «para evitar la pereza de
la  ociosidad  con  una  especie  de  empeño  agradable»,  como  dice  Vectio  en
Macrobio, y así convertir el ocio en útil  negocio.
«Decir a la vez cosas agradables y adecuadas a la vida, deleitando al lector al
mismo tiempo que  se  le  instruye»3
«Con este  fin  escribo», dice Luciano, como aquellos que «recitan a  los  árboles y
declaman a las columnas a falta de oyentes». Como Pablo de Egina confiesa inge­
nuamente,  «no para añadir que algo fuese  desconocido u omitido,  sino para ejer­
citarnle»; un camino que,  si alguno sigue, creo que sería bueno para sus cuerpos y
mucho mejor para sus almas. O quizá escribo como hacen otros, por la fama, para
mostrarme  a  mí mismo  (<
sabes»).  Podría  ser  de  la  opinión  de  Tucídides,  «saber  algo  y  no  expresarlo,  es
exactamente como no  saberlo». Cuando tomé por primera vez en mis manos esta
tarea, como dice Giovi040, «he emprendido este trabajo siguiendo un  impulso inte­
riOf», mi objetivo era éste o «aliviar mi  ánimo escribiendo»41, pues tenía una espe­
cie de apostema en  la cabeza, del que deseaba librarme y no podía imaginar mejor
evacuación  que  ésta. Además,  no me  podía contener,  pues  «nos  rascamos  donde
pica». Yo estaba no poco molesto con esta enfermedad, a la que llamaré mi  Señora
Melancolía, mi Egeria o mi Genio Maligno. Y por esta causa, como aquel  a quien
le pica un escorpión, sacaría «un clavo con otro clavo», calmaría un dolor con otro
dolor, el ocio con el ocio, como «una tríaca de veneno de serpiente», haría un antí­
doto  sacándolo de  lo  que  fue  la  causa primera de mi  enfermedad. O,  como hizo
aquel del que habla Felix Platter42
,  que pensó que tenía las  ranas de Aristófanes en
su estómago, que todavía gritaban «¡croac, croac, croac!», y por ello estudió medi­
cina durante siete años y viajó por casi  toda Europa para aliviarse. Yo,  para hacer­
me bien, me volqué en los  tratados médicos que podían ofrecerme nuestras biblio­
tecas o que me aconsejaban mis  amigos  particulares4 3,  y he  sacado estos dolores.
¿Por qué  no? Girolamo Cardano  asegura que  escribió  su  libro De  Consola-tione
después  de  la muerte  de  su  hijo  para  consolarse,  como  hizo Cicerón  al  escribir
sobre  el mismo  tema con motivos  semejantes,  después  de  la partida de  sus  hijas
-ya sea si  el  libro es  suyo o si  algún  impostor lo adscribió a su  nombre, cosa que
Lipsio  sospecha como  probable.  Por  lo  que  a mí  respecta,  puedo quizás  afinnar
con Mario en  Salustio,  «lo que  otros  oyen  o  leen,  lo  he  sentido  y practicado  yo
mismo;  ellos  consiguen  sus  conocimientos  a  través  de  los  libros,  y  yo  los míos
melancolizándome». Cree en  la experiencia de Roberto. De algo puedo hablar por
experiencia, «una experiencia desgraciada me ha enseñado», y puedo decir con el
poeta,  «la experiencia de  la desgracia me ha enseñado a soconer a los desgracia­
dos»44.  Ayudaría  a otros  por  simpatía,  como  hizo  aquella virtuosa dama en  otros
tiempos  «siendo ella misma una  leprosa, donó  todos  sus bienes para construir un
hospital  de  leprosos»45.  Yo  consumiré  mi  tiempo  y  conocimiento,  que  son  mis
mayores fortunas,  para el  bien común de  todos.
Sí, pero deduciréis que esto es  un  trabajo  innecesari04 \  «poner la col  cocida
dos veces»,  lo mismo una y otra vez con otras palabras: ¿Con qué fin?  «Que no  se
omita nada que pueda decirse bien», así pensaba Luciano sobre un  tema semejan­
te.  ¿Cuántos médicos  excelentes han escrito  volúmenes y han  elaborado  tratados
sobre este mismo  tema? No  hay  nada  nuevo  aquí,  lo que  tengo  lo  he  tomado de
otros, mis páginas me gritan: «¡eres un  ladrón!»47. Si  la severa sentencia de Sinesio
es  verdad,  «es  una ofensa mayor a  los muertos  robarles  los  trabajos que  robarles
las  ropas»,  ¿qué pasará con  la mayor parte de  los  escritores? Me presento ante el
tribunal junto a los demás,  soy culpable de una felonía de este tipo, «el acusado se
declara  culpable»,  estoy  satisfecho  de  ser  castigado  con  los  demás.  Es  cierto,
muchos  están  poseídos  por  la manía  incurable de  escribir,  y  «componer muchos
libros  es  nunca acabar»48,  como descubrió Salomón en  la  antigüedad;  sobre  todo
en esta época de garabatos49
,  en  la que «el número de  libros es  innúmero»50, como
dijo  un  hombre notable;  «las prensas están oprimidas» y con el  ánimo maniático
de  que  todos  han de pavonearse, deseosos de  fama y honor
51
(<
tanto  ignorantes  como  doctos»),  escribirán  sin  importar  qué  ni  de  dónde  lo  ha
sacado.  «Fascinado por este deseo de  fama5 2,  incluso en medio de  las  enfermeda­
des» hasta menospreciar su  salud, y apenas capaces de sostener una pluma, deben
decir  algo,  sacarlo,  «y  hacerse  un  nombre»  dice  Escalígero, «unque  sea  para  el
hundimiento y  la  ruina de muchos otros». Todo esto para ser considerados escri­
tores,  «ara  ser  saludados como escritores»  para ser contemplados como  sabios  y
eruditos, entre el  vulgo  ignorante para hacerse un nombre en una habilidad inútil,
para conseguir un  reino de papel; «in esperanza de ganancias, pero con gran espe­
ranza de fama en esta época precipitada y ambiciosa» es  la crítica de Escalíger053 .
y  los que apenas son oyentes, deben  ser maestros y profesores antes de  ser oyen­
tes  capacitados  y  adecuados.  Se  apresurarán  sobre  todo  el  conocimiento,  civil  o
militar,  sobre  los autores  religiosos y profanos, rastrearán  los  índices y los panfle­
tos en busca de notas,  al  igual que nuestros mercaderes enrarecen los puertos con
el tráfico, escriben grandes tomos, cuando con ello no  son más eruditos,  sino más
charlatanes.  Normalmente  buscan  el  bien  común,  pero,  como  observa Gesner
5 4,
son  el  orgullo y  la vanidad  lo que les  induce, no hay nada nuevo que merezca ser
señalado, sino que es  lo mismo con otros términos.  «Tienen que escribir para que
los  tipógrafos  no  estén  desocupados  o  para  demostrar  que  están  vivos».  Como
boticarios, hacemos  nuevas mezclas cada día,  las  vertemos de  una  vasija en otra,
y al  igual  que  los  antiguos  romanos  tomaron  todas  las  ciudades  del  mundo  para
embellecer  su mal  situada Roma,  nosotros  sacamos  la  crema de  los  ingenios  de
otros  hombres,  elegimos  las  flores  de  sus  jardines  cultivados  para  embellecer
nuestros  estériles  argumentos.  «Rellenan  sus  flacos  libros  con  la enjundia de  las
obras  de  otros»  (así  lo  critica Giovi055 ).  «Ladrones  iletrados»,  etc.  Un  error que
encuentra  todo escritor,  como hago yo  ahora mismo,  a pesar de  cometer el  error
ellos mismos, todos ladrones56. Hurtan a los autores antiguos para rellenar sus nue­
vos  comentarios, arañan el muladar de Ennio,  y el  pozo de Demócrito, como yo.
Por todo esto llega a ocurrir «que no  sólo  las bibliotecas y  las  tiendas están llenas
de  nuestros  pútridos  papeles,  sino  también  nuestros  servicios  y  retretes»;  sirven
para ponerlos bajo los pasteles, para envolver las especias, para evitar que la carne
asada se queme. «Con nosotros en Francia», dice Escalíger057, «todos tienen liber­
tad para escribir, pero pocos tienen dicha habilidad; hasta ahora,  los eruditos hon­
raban el conocimiento, pero ahora las nobles ciencias se ven envilecidas por escri­
torzuelos  ruines  e  iletrados»,  que  escriben  ya  por  vanagloria  o  necesidad,  para
conseguir  dinero,  ya  como  parásitos  para  halagar  y  conversar  con,  los  grandes
hombres;  sacan «necedades, desechos y sandeces»58.  «Entre tantos miles de auto­
res,  apenas  encontrarás  uno  por  cuya  lectura  seas  un  poco  mejor,  sino  mucho
peor», con ellos se corromperá en vez de perfeccionarse de algún modo.
«Quien lee tales cosas, ¿qué aprende, qué sabe sino sueños y frivolidades?»59.
De modo  que  a  veces  ocurre  que,  como  antiguamente  condenaba Calímaco,  un
gran libro es un gran perjuicio. Cardano considera un error de  los franceses  y ale­
manes60
el que garabateen inútilmente, no les prohibe escribir con tal de que inven­
ten  algo nuevo por ellos mismos; pero  todavía tejemos  la misma  tela,  retorcemos
la misma cuerda una y otra vez, o si  es  una nueva  invención, no  es  sino una frus­
lería o una tontería que escriben los  tipos ociosos para que  lo  lean los  tipos ocio­
sos, y ¿quién no puede  inventar así?  «Debe  tener un  ingenio estéril quien en esta
época de garabatos no  pueda inventar nada».  «Los príncipes muestran  sus  ejérci­
tos,  los ricos hacen ostentación de sus casas, los soldados de su fortaleza y los eru­
ditos dan rienda suelta a sus juegos»61, deben  leer, deben oír, quieran o no.
«Que  lo que  se ha escrito,  lo conozcan