Juan Waimberg por Lucía Harari


Todo comenzó con un amarillo de cadmio.
Juan se armó una estructura nueva, dudó en demoler la anterior y sacó un boleto dorado para ir y venir.
Como el flautista de Hamelin: de una ciudad a otra, de esa al río, de vuelta a la ciudad, a una cueva. Pero todo en avión.

Le pedí que elija un lugar y eligió la ciudad subterránea en las cuevas que cavó el vietcong, o el lecho de aguas profundas marinas para pasar unos días observando cómo habitan los bichos ahí. “Pero sin escafandra, ni submarino ni una mierda”, que su cuerpo se adapte a esas profundidades. Otra elección, si no, sería el lugar donde trabaja Dios, porque quiere saber si tiene oficina o si atiende flotando.

Juan Manuel va desde las profundidades, a flotar en el aire, de las alturas a Hong Kong, a la India, y después a su taller prolijo, y al bardo de su taller, y a su trabajo misterioso y a la clínica y a veces se va al carajo.

Pensando en Juan encontré la palabra cenestesia, La cenestecia es la sensación general de la existencia del cuerpo propio, sin ubicación de las partes en particular.

Cada una de sus pinturas es una sensación flotante. Una sensación que ocupa algún espacio, como el espacio de un mail, el espacio aéreo o el de una tela.

“Pinto desde mis imposibilidades”, dice, y así niega saber dibujar. Pero Juan dibuja recorridos ¿aéreos? ¿arteriales?

Juguemos a que sus elementos (las líneas de puntos, los conjuntos de pinceladas, las flores q elije dibujar porque se le canta) somos nosotros (en carne y hueso, en materia gris, o en todo eso que tenemos junto). Entonces, la pintura nos aborda por los ojos, y rápidamente estamos flotando ahí de cuerpo entero, sintiendo esa sensación general y personal a la vez.
Viajamos hacia ahí adentro o la pintura aterriza adentro nuestro. Las líneas de puntos nos trasladan sin destino, las franjas fucsia sobre un fondo ya fucsia nos desplazan apenas como pasando por un pozo de aire. Miramos por la ventanilla, vemos parcelas de óleo separadas por un acrílico naranja fluo, si tocó pasillo, observamos la disposición de los sexos en los asientos: hombre, mujer, hombre, hombre, mujer, verde, naranja, verde, porque los colores en el papel tienen sexo. ¿Whisky o café?

Pinta sobre toda la superficie y la materia avanza hacia el frente, da la sensación de extenderse y desbordar los límites de la tela, pero es una trampa, son laberintos, la entrada es fácil y la salida difícil, puedo quedar atrapada en la repetición de una misma palabra, atascada en una trama de líneas rectas, o en un periodo de tiempo entre un nacimiento y una muerte, me hace entrar y no me deja salir, veo ahí adentro lo que quiero ver.

Le pido que elija un cuento, esperando en vano que me diga El flautista de Hamelin. Waimberg es amigo de lo extenso y sabe que las cosas son complicadas. La respuesta es que le gustan los relatos largos novelados. Yo sigo pensando en el flautista de Hamelin.

Odia las pelucas, entre otras cosas.
Ama los materiales.
Ama las turbulencias y cuando todo se sacude.
Ama escribir tanto como pintar, pero pintar más.
Quiere estar el día del fin del mundo. Y lo ensaya con el barniz marino que descontrola todo antes de inmovilizarlo.
Cree que todo va a estallar. Yo le creo.